La
frase decía más o menos así: “Aquel que no haya salido nunca de su propio país ha
escrito jamás algo que valga la pena de ser leído”. La encontré sin buscarla en
un artículo de revista, embutido, precisamente, en un avión a punto de
despegar.
No
creo que se tratase de una especie de ‘Serendipity’, esa juguetona palabra acuñada
por los ingleses para dar forma al fenómeno extraordinario de encontrar accidentalmente
aquello que no se busca. Y digo que no lo creo porque si algo interesa a una
aerolínea comercial es que la gente viaje –con la aerolínea, por supuesto-, y detrás
de tan determinado fin consideran lícito manosear incluso a Hemingway para seducir,
en este caso, a cualquier aprendiz de escritor que sueñe con hacer pública su inspiración
y que al tropezar con la frase de marras sabrá que no tiene posibilidades si deja
pasar su vida del lado propio de sus fronteras. Entonces el desdichado tendrá
que viajar. Y es ahí donde entra la sonrisa gélida de la azafata de rojo diseñada
estratégicamente para susurrarle al oído que después de ella el cielo puede
esperar.
Lo
que seguramente no sabrá el entonces decidido viajero es que el autor de París era una fiesta tiene en su haber
el increíble récord de sobrevivir en dos días a dos accidentes aéreos –normalmente
con uno basta para el obituario- de los que resulta muy complicado determinar
cómo se las arregló para burlar a la muerte. Lo que es claro es que el nobel de
literatura tenía mejores planes para dar
fin a sus días y una infalible escopeta calibre 12 para perpetrarlos.
Pero
no es de Hemingway ni de seguridad aérea sobre lo que pretendo escribir. Decía arriba
que la frase en cuestión -puesta ahí deliberadamente por algún brillante
profesional del marketing- la leí metido
en un avión y lo primero que exclamé –realmente lo pensé, pues creí inteligente
no descubrirme como una amenaza para la seguridad del vuelo- al terminar de
leerla fue: Mentira!
Mentira
porque para entonces yo había salido unas cuantas veces del país –no muchas, pero
había salido- y pese a que lo hice siempre dispuesto a recibir con agrado todo
aquello que el aire y el paisaje extranjeros quisieran obsequiarle a mi huidiza
inspiración, la llegada a Colombia me encontró siempre donde me dejó la salida:
sin posibilidades de escribir jamás algo que valiera la pena de ser leído.
Con
lo anterior no pretendo acusar a Hemingway de mentiroso -¿qué escritor no lo
es? “Soy escritor (...) Cuando uno escribe le da vida a fantasías, a
imaginaciones, a mentiras”, dice Jep Gambardella, el inmisericorde y memorable protagonista
de la proclamada mejor película de habla no inglesa de 2013 por los sabihondos
de la Academia de las Ciencias y las Artes Cimatográficas y hasta por mí.
Lo
que pretendo decir es –por fin- que el meollo del asunto no es escribir
mentiras o verdades. El meollo del asunto es escribir, y lo difícil que resulta
hacerlo aun traspasando las fronteras. Me refiero al sentimiento de
incompetencia consciente generado por ese momento en que salen de su guarida
los fantasmas que rondan en mi cabeza cada vez que me siento frente al
ordenador en blanco. Sobre qué escribir y cómo hacerlo medianamente decente
para que parezca atractivo y motive su lectura son dos preguntas que descubren todas
mis limitaciones al teclado.
Y
el resultado es esto. Escribir sobre lo difícil que me resulta escribir. Opinar
sobre lo complejo que me resulta hacerlo a través de este escrito de menor cuantía
pese, incluso, a haber puesto hace meses mar y tierra de por medio entre mi
natal Medellín y mis aspiraciones académicas y, por qué no decirlo, literarias. Irónico es que en la búsqueda de
información para opinar sobre algo verdaderamente interesante que me permitiera
el mínimo chance de ser leído por alguien, descubrí lo que Hemingway realmente dijo
cuando habló del viaje como condicionante de una escritura digna: “Aquel que
nunca haya abandonado su país ha escrito jamás algo digno de
imprimirse, ni siquiera en los periódicos”.
Ahora
entiendo por qué fui rechazado como columnista en la convocatoria para lectores de El
Espectador.
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